El cristianismo en el oeste

A pesar de que el cristianismo de Oriente era en muchos sentidos el heredero directo de la Iglesia primitiva, una parte del desarrollo más dinámico se dio en la zona occidental del Imperio romano. De las muchas razones que hubo para ese desarrollo, merecen mención especial dos causas relacionadas de una forma directa: el crecimiento del poder del papado y la migración de los pueblos germanos. Cuando se trasladó la capital del imperio a Constantinopla, la fuerza más poderosa que quedó en Roma fue la de los obispos. La antigua ciudad, capital de la Iglesia de Occidente, desde la que se podía seguir la huella de la fe cristiana a partir de la obra de los apóstoles Pablo y Pedro, en reiteradas ocasiones actuó como árbitro de la ortodoxia mientras otros centros, incluida Constantinopla, caían en la herejía o en los cismas. Roma sostenía ésta posición cuando las sucesivas oleadas de tribus, en lo que fue llamado el período de las invasiones bárbaras, asolaron Europa. La conversión de los invasores al cristianismo, como en el caso del rey de los francos, Clodoveo I, significó al mismo tiempo su incorporación a una institución presidida por el obispo de Roma. A medida que fue decayendo el poder de Constantinopla sobre las provincias del oeste, se fueron creando reinos germánicos autónomos, hasta que en el 800 nació un nuevo imperio soberano en Occidente, cuando el papa León III coronó emperador a Carlomagno.

Por lo tanto, el cristianismo occidental durante la edad media, al contrario de su réplica oriental, era una entidad única, o por lo menos eso trataba de ser. Cuando alguna de las tribus se convertía al cristianismo adoptaba como lengua oficial el latín, proceso en el que, por lo común (como fue el caso de los francos y los visigodos en la península Ibérica), perdían incluso su propia lengua. Así fue como el lenguaje de la antigua Roma se transformó en la lengua litúrgica, literaria y cultural de Europa Occidental. Si bien los arzobispos, los obispos y los abades ejercían gran poder en sus regiones, estaban subordinados a la autoridad del Papa, a pesar de que con bastante frecuencia éste era incapaz de satisfacer sus peticiones. Durante los primeros siglos de la edad media, en Europa occidental hubo largas controversias teológicas, aunque nunca llegaron a las enormes proporciones que alcanzaron en el Oriente europeo. La teología occidental no pudo, al menos hasta después del siglo XI, alcanzar los extremos de complejidad filosófica de Oriente. La sombra de san Agustín continuó dominando durante mucho tiempo la teología latina y había dificultades para acceder a los textos de las meditaciones doctrinales de los antiguos pensadores cristianos.

La imagen de cooperación que existía entre Iglesia y Estado, simbolizada por la coronación de Carlomagno por el Papa, no debe interpretarse como que no hubo problemas entre ellos durante la edad media. Muy al contrario, con frecuencia surgían conflictos con respecto a sus respectivas esferas de autoridad. El desacuerdo más común era el referente al derecho de soberanía para nombrar obispos en el campo de dominio de cada cual (investidura laica), problema que llevó al papa Gregorio VII y al emperador del Sacro Imperio Romano Enrique IV, a un callejón sin salida en el año 1.075. El Papa excomulgó al emperador y éste se negó a reconocer la autoridad papal. Estuvieron un tiempo reconciliados cuando el mismo Enrique se sometió en Canosa a la penitencia que le impuso el pontífice en 1.077, pero la tensión continuó. Poco tiempo después, se estaba discutiendo un asunto muy parecido con respecto a la excomunión del rey Juan, apodado Sin Tierra, de Inglaterra, dictada por el papa Inocencio III en 1.209, controversia que terminó cuatro años más tarde, cuando el rey aceptó los dictámenes del Papa. La base de estas disputas estaba en que la Iglesia tenía una injerencia muy compleja en la sociedad feudal. Los obispos y abades administraban grandes extensiones de terrenos y otros bienes, constituyendo así una gran fuerza económica y política, sobre la que el rey tenía que ejercer un cierto control si quería hacer valer su autoridad sobre la nobleza secular que estaba bajo su potestad. Por otro lado, el papado no podía permitir que la Iglesia del país se transformara en el títere de un regimen político.

A pesar de lo referido, sí existió cooperación entre la Iglesia y el Estado cuando, durante las Cruzadas, cerraron filas contra el enemigo común. La conquista musulmana de Jerusalén significó que los santos lugares vinculados a la vida de Jesús, quedaron bajo el control de un poder no cristiano, aunque se debe reconocer que las noticias que llegaban referentes a las molestias que sufrían los peregrinos a manos de los musulmanes eran sumamente exageradas. El hecho es que en el exaltado ambiente medieval del cristianismo fue intensificándose la certeza de que era deseo de Dios organizar un ejército cristiano para liberar Tierra Santa. Al emprender la Primera Cruzada en 1.095, las tropas cristianas lograron formar un reino latino y un patriarcado en Jerusalén, aunque un siglo más tarde, la ciudad volvió a caer bajo dominio musulmán; en el plazo de doscientos años ya había sucumbido hasta el último reducto cristiano. En este sentido, las cruzadas fueron un fracaso, o incluso como ocurrió en el curso de la Cuarta Cruzada, entre 1.202 y 1.204, un verdadero desastre. No sirvieron para restaurar el cristianismo de forma permanente en Tierra Santa, ni tampoco para unificar el Occidente, ni en el plano eclesiástico ni en el orden político. Al contrario, aumentaron los rencores entre los cristianos orientales y occidentales, ahondando más en sus diferencias.

No obstante, la Iglesia medieval sí logró un triunfo muy importante durante este período, que fue el desarrollo de la filosofía y la teología escolásticas. Partiendo siempre del sustrato doctrinal de las enseñanzas expuestas por san Agustín, los teólogos latinos volcaron su interés por la relación entre el conocimiento de Dios, alcanzable por la razón humana por sí misma, y el conocimiento que se adquiere a través de la revelación. Se adoptó el lema de san Anselmo: "Creo en aquello que puedo entender", y se buscó una prueba concluyente para demostrar la existencia de Dios basada en la estructura misma del pensamiento humano (el argumento ontológico). En esa época, Pedro Abelardo estudió las contradicciones que existían entre las distintas tendencias de la tradición doctrinal de la Iglesia, con la idea de desarrollar métodos para lograr armonizarlas. Esos dos cometidos dominaron el pensamiento de los siglos XII y XIII, hasta que la recuperación de las obras perdidas de Aristóteles hicieron posible el acceso a un conjunto de definiciones y de matices que pudieron ser aplicados en ambos casos. La teología filosófica de san Agustín buscó hacer justicia al conocimiento natural de Dios, a la vez que exaltaba las enseñanzas reveladas en los Evangelios, y entrelazó las partes dispersas de la tradición formando una sola unidad. San Agustín, junto con sus contemporáneos, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino, representaba el ideal intelectual del cristianismo medieval.

Sin embargo, coincidiendo con la muerte de santo Tomás de Aquino, aparecieron nubes de tormenta que amenazaban a la Iglesia de Occidente. En 1.309 el papado se trasladó de Roma a Aviñón, donde se mantuvo hasta 1.377 en el llamado 'cautiverio babilónico de la Iglesia'. A estos acontecimientos siguió el Gran Cisma de Occidente, durante el cual hubo dos, y a veces hasta tres aspirantes al trono papal. Este litigio no se resolvió hasta 1.417, cuando se volvió a unir el papado, aunque jamás logró recuperar el férreo control ni la autoridad.

Bibliografía:

Autor: Ricardo Santiago Netto. Argentina

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